Desde infante he escuchado frases como “Tienes que ser alguien en la vida” y “Debes tener ambiciones”. Seguramente son oraciones que llegan a marcar la vida de algunas personas y las consecuencias pueden resultar diametralmente opuestas.
Grandes científicos, poetas, académicos, ingenieros, líderes políticos, médicos y artistas deben tener como motivación el reconocimiento; crear algo que trascienda, que la humanidad entera esté al tanto de su hazaña, de su logro; un aporte que a más de una persona le haga voltear la cabeza.
Una persona puede pasar toda su vida buscando eso que la ponga en el mapa.
Desde que nacemos somos alguien. Hecho que fue dejado en claro por una profesora, afortunadamente, a temprana edad. Sobre la ambición, la Real Academia de la Lengua la define como: “Deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama.” ¿Suena a algo que nos recomendarían nuestros padres, tíos o mayores?
Por un lado nos piden que no seamos un don nadie, que le tiremos a lo grande, que busquemos la grandeza. Pero la ambición en sí misma se condena: “No seas ambicioso”, “No te conviene ser avaro”, “El que mucho abarca poco aprieta”. Uno de los tantos dobles discursos en los que cotidianamente se desarrollan billones de seres humanos.
Actualmente cualquier actividad que se realice y que no busque la mejoría de la masa, se condena. Un logro individual es minimizado, reprobado. Pareciera que la única solución a un problema está en la colectividad.
“¿Cómo es posible que no hagas nada para mejorar la condición del país?”
Lamentablemente he observado a personas que dejan de realizar un beneficio individual porque creen que la única manera real de progreso es mediante un cambio masivo. Un cambio total de estructura. Influenciar a un niño para evitar que tire basura, modificar sus hábitos alimenticios, lograr hacer reír a alguien o enfocar toda tu fuerza en hacer feliz a otro ser humano, es inútil para algunas personas.
El lograr la felicidad de 1 persona ha sido degradado al punto que no vale nada.
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